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Cómo Sana la Memoria, Desde Colombia a Chicago
Cuando Edwin Angulo Hurtado era un párvulo, siempre estaba haciendo ruido: dándole a las ollas y cacerolas y rompiendo platos en el proceso. Sus padres lo atribuían a la tendencia natural de los niños a hacer travesuras.
La familia residía en Tumaco, un puerto en el Pacífico colombiano, en el departamento de Nariño, en el que años después comenzaría a funcionar la Escuela de Música Tradicional a la que Edwin asistiría. El entonces niño de siete años comenzaría a aprender a tocar la marimba y su familia se daría cuenta que esa inquietud temprana había sido solo una señal de su aptitud musical innata.
“Nos decía que él iba a ser músico,” dice su padre, Hermes Jesús Angulo. “Lo traía [en] sus venas”.
Al crecer, Edwin llegó a tocar la batería, presentándose en sitios como La Rumba y Curazao; y en festivales populares como el de Tumaco Vive. La noche del siete de octubre del 2018, se dirigía a tocar a un club, cuando lo atravesó una bala perdida, quitándole la vida a sus 25 años.
Solo en el 2019, se 219 homicidios en Tumaco, lo cual representa una tasa de homicidios alrededor de 8,6 %, en comparaó con el promedio nacional de 2,4 %. A pesar del acuerdo de paz que firmaron el gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en el 2016–con el que supuestamente se puso fin al conflicto armado de mayor duraó en el hemisferio occidental–la violencia continúa alrededor del país, y de manera desproporcional en Tumaco.
“Vivimos en un territorio que en los últimos veinte a veinticinco años se ha tornado violento”, dice Angulo. “En Tumaco, quizás no haya una parte, no haya un sitio donde la gente se sienta tranquila. Porque hay chantaje, viene [la extorsión], o en su defecto, cruces de disparos”.
Alrededor del año 2000, la comercializaó de coca cobró fuerza en Tumaco. Muchos agricultores empobrecidos vieron una oportunidad para obtener estabilidad económica. En lo que grupos paramilitares como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), y grupos guerrilleros como las FARC comenzaron a desmovilizarse entre los años 2005 y 2016 respectivamente, grupos disidentes y narcotraficantes surgieron en su lugar. Esto contribuyó a que se dieran desplazamientos masivos y continuos de pobladores a lo largo de la costa Pacífica colombiana.
Estos retos regionales solo se agravan por los niveles prevalecientes de pobreza, por una alta tasa de desempleo ( en el municipio en el 2019); por el escaso acceso a la educaó y por la falta de apoyo federal. En meses recientes, etiquetas como #SOSTumaco, #SOSBuenaventura y #SOSQuibdo han logrado dirigir la atenó pública hacia el fracaso del país para ayudar a estas áreas costeras, cuyos residentes son predominantemente afrocolombianos.
“De los 364 homicidios registrados en 2020 en Nariño, 193 se registraron en [Tumaco]”, el senador colombiano Gustavo Bolívar a fines de febrero. Escribió: “Dato: es uno de los municipios de Colombia con mayor presencia de fuerza pública”.
Ahora la etiqueta #SOSColombia se ha sumado a las consignas de lucha. Desde el 28 de abril, cuando el presidente Iván Duque propuso una polémica reforma tributaria, los colombianos en al menos ciudades y pueblos alrededor del país han salido a las calles a protestar. Las manifestaciones comenzaron por la reforma tributaria. Los críticos dijeron que la medida escalaría aún más la desigualdad desenfrenada que existe en el país. Duque retiró la propuesta en menos de una semana. Pero las protestas han seguido, debido en gran parte a la brutalidad policial.
Tal como había hecho en manifestaciones anteriores, Duque ordenó a los Escuadrones Móviles Antidisturbios de la Policía Nacional de Colombia (ESMAD) reprimir la denuncia popular en contra de sus políticas. A los policías y a los ESMAD se sumaron para contener las protestas. Al menos personas perdieron la vida durante los enfrentamientos. Imágenes audiovisuales analizadas por la organizaó Amnistía Internacional el uso de armamento letal y el uso de fuerza excesiva en contra de los manifestantes.
Trauma histórico—y en curso
Con frecuencia, la presencia de las fuerzas de seguridad no se traduce en seguridad para el pueblo colombiano, especialmente para los habitantes de la costa Pacífica como Angulo, cuya familia es de ascendencia afrocolombiana. La composió demográfica del municipio de Tumaco, donde el 88 % de la poblaó es afrocolombiana, es otro elemento que contribuye a las tensiones que se dan en torno a la raza y a los recursos del gobierno en Colombia.
“Es una sensaó de impotencia, de miedo, de ausencia de estado”, dice José Luis Foncillas, quien tiene siete años de vivir en la comunidad, en el barrio Nuevo Milenio, y es uno de los fundadores de la Casa de la Memoria de Tumaco. “No solo ausencia”, añade, “sino la presencia ineficaz del estado donde uno siente que en las partes alejadas del país … el estado no tiene la voluntad de ayudar a la poblaó y permite que sucedan todas estas cosas”.
Desde la muerte de su hijo, Angulo ha experimentado de primera mano la misma frustraó con el gobierno y diversas entidades estatales. Todos los días perseguía al fiscal que llevaba el caso de Edwin, dice. Hacía todo lo posible para que el proceso no se deslizara en una grieta de corrupó. A pesar de sus esfuerzos, Angulo cuenta que el fiscal le daba muy poca importancia al caso y mostraba desinterés por encontrar al asesino de su hijo.
Angulo canalizó su exasperaó en una frase coloquial colombiana: “La ley es para los de ruana.” La ley es para quienes usan poncho, quiere decir. Los campesinos. Toda la furia de la ley, Angulo ha llegado a creer, solamente se aplica sobre quienes no tienen conexiones ni recursos.
“Es que creen que todos los negritos somos delincuentes”, dice Angulo. Pero “eso es una mentira”.
Esa percepó ha sido como sal sobre una herida. Y no solo para él; la experiencia ha sido extenuante para toda la familia. Su esposa encontró un refugio en la Casa de la Memoria, un espacio físico en el que se conmemora a las víctimas de violencia en la ciudad. Fundada en el 2013, la Casa de la Memoria, más que un museo, es un centro para enseñar a las nuevas generaciones una cultura de paz.
“Uno de nuestros lemas ha sido que ‘nadie diga que aquí no pasa nada’”, dice Foncillas de la instituó que él ayudó a crear. “La Casa de la Memoria visibiliza las violaciones a los derechos humanos para decir que ‘aquí sí pasan cosas’ y [para] reclamar al estado que cumpla con sus obligaciones con los ciudadanos”.
Para Angulo, la Casa de la Memoria le hace honor a su nombre. Es, en efecto, una casa llena de recuerdos. Estar ahí, admite, le fue algo incómodo en un principio. Pero para su esposa, el espacio ha sido una motivaó en su vida después de perder a Edwin. Ella se integró de lleno, uniéndose a varios grupos, entre ellos el de “Mujeres tejiendo vida” y “Los amigos de la Casa de la Memoria”.
“Llegamos a tener, y lo sostenemos, un lazo; un lazo de amistad, pero verdadera amistad”, dice Angulo, para quien los líderes de la casa “están haciendo un trabajo muy exhaustivo, muy importante en esta región”.
Desde sus inicios, la Casa de la Memoria siempre ha estado ligada a la Pastoral Social, el equipo del ministerio social de la diócesis de Tumaco. Fue la Pastoral Social la que le sugirió a la comunidad que crearan un espacio físico que fuera hogar del activismo que existía en torno a las víctimas.
La Pastoral creó el grupo de mujeres tejedoras en el 2011. El grupo se reúne en la casa dos veces por semana. Y aunque el enfoque es tejer, las integrantes del grupo hacen espacio para que las sobrevivientes puedan hablar libremente, reconstruyendo recuerdos, un relato a la vez.
Entre pláticas completaron un edredón con los nombres de sus seres queridos fallecidos que ahora se exhibe en la casa.
“La memoria, dentro del museo, se utiliza como una herramienta para conocer lo qué sucedió”, dice Foncillas. Se busca “visibilizar [y] sentir lo sucedido a las víctimas como una manera de reconocer esta realidad que vive Tumaco, para poderla afrontar”. Pero “sin normalizarla, sin minimizarla, sin resignarse a vivir en la violencia”, aclara.
En Colombia han creado un concepto para el uso de la memoria como un instrumento de sanaó a nivel nacional. Se encuentra en el mismo nombre del Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia, que en el pasado ha financiado la Casa de la Memoria de Tumaco. “Memoria histórica se refiere al proceso mediante el cual los sobrevivientes comienzan a entender y a procesar lo que les ha sucedido”, explica Foncillas.
El trabajo de memoria ofrece un mecanismo para ayudar a procesar el trauma que muchos colombianos siguen soportando en nuevas e inesperadas maneras. El ejercicio de hacer memoria beneficia a diferentes tipos de víctimas, sin excepciones. Le ayuda a civiles a sanar de los estragos producidos por la violencia ejecutada por los miembros de fuerzas guerrilleras o paramilitares, así como también a quienes sufren de traumas perpetrados por el estado, como está sucediendo ahora.
En Tumaco, por citar un ejemplo, un grupo que se hace llamar a sí mismo el movimiento de Resistencia Pacífica—integrado por miembros del grupo musical y del grupo de danza moderna Danza Pacífica—organizó recientemente un evento en el céntrico Parque Colón. Los jóvenes de colectivas artísticas cantaron sus demandas: paz, el cese a la violencia, y un estado que respete los derechos humanos e imparta justicia. Le llamaron un “acto en memoria de las víctimas de la violencia”.
María del Rosario Acosta López, catedrática de Estudios Hispanos de la Universidad de California en Riverside, realizó trabajos para la reconstrucó de la memoria por años. Lo hizo primero con los y las sobrevivientes de la violencia política en Colombia y luego con sobrevivientes de torturas infringidas por fuerzas policiales en Chicago.
“La memoria histórica … no es solo contar la historia de algo que ocurrió”, explica Acosta en inglés. “Se trata del proceso que conduce a las personas a la comprensión de lo que les ha sucedido, no porque nosotros les ayudamos, sino porque ellos mismos se dan cuenta, mediante la exploraó de los eventos entre ellos”. Añade que lo hacen bajo el entendido de que cada una de sus narrativas son válidas, así sean diferentes.
En Tumaco ese ejercicio luce como un círculo de mujeres—las madres, las hijas, hermanas y esposas de los fallecidos en un conflicto—dándole nueva vida a las historias de sus difuntos, honrándoles mediante el reconocimiento de su existencia, aunque ya no estén. A millas de distancia, en Chicago, puede verse como un grupo de sobrevivientes de torturas policiales compartiendo su verdad con estudiantes, legisladores y otros miembros de la comunidad.
“En ambos casos, estamos lidiando con formas estructurales de violencia que se manifiestan en acciones, en actos como masacres a mano de los paramilitares, por un lado, y como tortura policial [por] otro”, dice Acosta. “Pero las causas son mucho más profundas, y tienes que ir mucho más hondo que solo examinar los casos uno por uno”.
Es verdad: Como en muchos contextos, las técnicas de memoria histórica no pueden trasladarse de un hemisferio al otro, o de continente en continente, sin una comprensión rica y profunda de las fuerzas históricas, estructurales y raciales que están en juego en cada lugar. Eso resultó ser cierto en Chicago, cuando el Centro de Justicia por Tortura (CTJC, por sus siglas en inglés) sostuvo una de talleres sobre la construcó de memoria histórica en el 2019.
Los talleres fueron diseñados para explorar como “adueñarse de nuestras historias abre caminos hacia el cambio”; y para enseñarles a los participantes a convertirse en trabajadores de la memoria también. Entre los asistentes estaba Acosta, así como también María Emma Wills, quien antes de ser catedrática invitada de la Universidad de Columbia en Vancouver, Canadá, fuera miembro del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en Colombia años atrás.
En una de las sesiones surgieron tensiones al hablar sobre la necesidad de sentar bases para relatos individuales y al conversar sobre la percepó de que en Colombia no se reconoce el racismo en contra de la poblaó negra. Fue un momento de aprendizaje. Los involucrados se dieron cuenta de lo importante que era estudiar las diferencias históricas; y reconsideraron cómo exactamente debían contarse las historias. No obstante, todos estuvieron de acuerdo en algo: Estaban contentos de que los talleres se hubiesen realizado. El trabajo de hacer memoria había llegado con ímpetu a Chicago.
Sanidad desde Colombia hasta Chicago
En la noche nublada del 5 de abril del 2019, los asistentes al taller de “Entrenamiento en trabajo liberador de memoria” formaron un círculo en el Centro de Justicia por Tortura, donde se celebraba el evento. De pie, miembros de la comunidad, estudiantes y expertos se presentaron entre sí y se lanzaron una madeja de lana unos a otros, cada uno reteniendo en sus manos una punta de hilo. Dentro de poco, el grupo se había enlazado en una red.
Este ejercicio, llamado “telaraña” sirvió como metáfora para ilustrar cómo diversos miembros de cualquier grupo determinado tejen sus propios recuerdos.
“El trabajo de memoria se vuelve un instrumento emancipatorio”, explica Acosta. “Te permite comprender que lo que sucedió era parte de una lógica más grande—una lógica histórica que tiene causas estructurales profundas, y que tú estabas atrapado en esa lógica; en vez de creer que eras un actor que hubiese tenido una manera de escapar de lo que te sucedió. Eso ayuda a sanar de una forma muy, muy ponderosa”.
Esa noche, tanto los habitantes de Chicago como los colombianos se integraron en la telaraña. La actividad nació en el Centro Nacional de Memoria Histórica; está incluida en el manual de recursos de la instituó. Las herramientas, tanto del Centro de Justicia como del Centro Nacional de Memoria, son bastante similares. Y hasta cierto grado, las causas estructurales y subyacentes que dieron lugar a su existencia lo son también.
Ambas organizaciones se valen de la memoria como un instrumento, aunque la forma de nombrarla difiera un poquito. En Colombia, la “memoria histórica” les permite a los sobrevivientes comenzar a asimilar y a entender su trauma. En Chicago, la “memoria liberadora” rompe el ciclo de la violencia para prevenir la recurrencia de injusticias. Ambos sitios utilizan la memoria como una especie de justicia de transió, para sanar y salir adelante.
“Hay algo acerca del daño que muchos de los sobrevivientes sufren a manos de la policía tratando de borrar su humanidad; y el poder y la autonomía de las víctimas al recontar sus historias”, dice Cindy Eigler, codirectora ejecutiva del Centro de Justicia por Tortura. Es “una manera de recobrar algo [de lo perdido]”, afirma.
El Centro de Justica por Tortura surgió a la par de los Monumentos a la Justicia por Tortura de Chicago. Mientras los monumentos honran y claman por justicia para los sobrevivientes de la brutalidad de la policía de Chicago, el CJT se enfoca en los traumas resultantes por violencia y racismo institucionalizado a través de sus servicios de sanidad y bienestar integral, sus recursos diseñados con sensibilidad, y las conexiones comunitarias.
Mark Clements, un organizador comunitario del centro, es un sobreviviente de abusos policiales. En 1981, a la edad de16 años, fue torturado por el detective John McCann, quien lo golpeó severamente para que el menor se confesara culpable de provocar un incendio en el que murieron cuatro personas, .
Cuando su condena fue anulada en el 2009, Clements se convirtió en activista. Se unió a la “Campaña para la eliminaó de la pena de muerte” y a la “Coalió para las sentencias justas de menores”. También se integró a la junta directiva de la “Alianza de Chicago en contra de la represión racista y política”. Para colaborar con la ruptura de ciclos de violencia, dedica gran parte de su tiempo a viajar y a disertar sobre los 28 años que permaneció en la cárcel injustamente.
En el 2018, Clements participó en un taller de fotografía organizado por el Centro de Justicia, que culminó con una titulada “Resiliencia para justicia y sanidad” en la de Chicago, una iniciativa para edificar infraestructuras culturales en el sector sur de la ciudad.
Durante ese verano se dedicó a capturar con su cámara muestras de resiliencia colectiva en “Little Village”, su vecindario. Clements vive a dos cuadras del Dpto. de Correcciones del condado Cook, pero sus fotos reflejaban un distanciamiento del sistema de justicia criminal.
Hoy en día, las fotos tomadas por los participantes están en exhibió al interior del Centro de Justicia, junto a un mapa que señala los sitios en los que la gente identificó fuentes de resiliencia en las zonas sur y oeste de Chicago. El mapa es un gran contraste a otros mapas que muestran daño en esas zonas, en vez de los marcadores de alegría que ellos resaltaron.
“Mira todos esos recursos de resiliencia que hay aquí”, dice Eigler. La intenó de señalar esas fuentes de gozo, concluye, era mostrar que son el vivo ejemplo de que “a lo que le pones atenó, crece”.
El informe de esta historia fue apoyado por el .
Laura Zornosa
is a Colombian American journalist specializing in arts and entertainment reporting. She has covered topics ranging from how social media impacts activism to the renewable energy landscape in Latin America. Zornosa has worked with the Pulitzer Center—where she is a 2020 Reporting Fellow from the Medill School of Journalism—and the Los Angeles Times, La Naó, and others. Based in Chicago, Zornosa is a member of the National Association for Hispanic Journalists, and she speaks English and Spanish. She can be reached through her website: laurazornosa.me/about.
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